EL PÁJARO QUE NO SABÍA VOLAR
Mamá Pío-Pío estaba muy orgullosa viendo a su nuevo pichoncito recién
salido del cascarón. Era un pajarito rubio, elegante, fuerte y tenía un
piquito de oro. No, no es que el pico lo tuviese del dorado metal (la
madre Naturaleza es bastante tacaña con los seres vivos) sino que,
además de guaperas y fortachón, había salido con mucha labia. Tanta que,
desde que nació, no paró de piar y piar, o sea, de hablar y hablar...
—Mami, vaya birria de nido donde he venido al mundo...
—Mamuchi, aquí hace demasiado frío...
—Mamaita, tengo hambre...
Mamá Pío-Pío estaba tan arrobada por la guapura y la pesadez de su
hijito que tardó varios segundos en darse cuenta que el primer deber de
toda madre es darle de comer a su criatura recién nacida. Abrió sus alas
y empezó a dar vueltas alrededor del árbol donde se encontraba el nido.
Con sus grandes ojazos buscaba el alimento que llevarle a la boca a su
pichoncito. Por fin vislumbró un grupo de gusanos desorientados y se fue
directa hacia ellos. Instantes después estaba de vuelta. Por fin su
criaturita se callaría pues no es fácil usar el pico para comer y hablar
simultáneamente.
—¡Qué ricos están estos bichejos! —exclamó el recién nacido,
relamiéndose de gusto. Y, sin parar de tragar, preguntó— Por cierto,
mamurri, ¿cómo me vas a llamar?
—Te llamaría Pelmazo, hijuelo, porque desde que has venido al mundo no
paras de dar la lata y de charlotear pero, pensándolo bien, te llamaré
Ataúlfo, como se llamaba tu difunto padre.
—¡Jolín -exclamó nuevamente el pajarucho- qué manera más suave de decirme que soy huérfano por parte de papuchi!
“Además de guaperas, parlanchín y pesado, el niño me ha salido finolis”.
Mamá Pío-Pío estaba dándole vueltas a este pensamiento cuando se acordó
en que lo primero de todo, tras darle de comer, era enseñarle a mover
las alas para que, tras una pequeña práctica de varios días, él solito
pudiera levantar el vuelo y empezar a vivir su propia vida.
—Verás, Ataúlfito mío... Los de nuestra especie venimos al mundo con un
pequeño defecto de fabricación: no sabemos volar. La cosa, sin embargo,
es muy sencilla de aprender porque somos unos seres muy inteligentes.
—¿Más que los humanos, mami?
—Mucho más, donde va a parar. Fíjate que ellos son incapaces de
levantarse un palmo del suelo... Todo lo que tienen de poco inteligentes
lo tienen de muy malos. Cuídate de ellos porque a la menor oportunidad
te meterán en una jaula o te freirán a perdigonazos. Pero a lo que iba:
tienes que empezar ahora mismo a entrenar porque el cuerpo te pedirá
volar dentro de tres o cuatro días. Fíjate en mí...
La mamá de Ataulfito empezó a mover rítmicamente sus alas y cola.
Primeramente lo hizo muy despacio, casi a cámara lenta, para que su
hijillo viese con nitidez la mecánica del vuelo. Luego aumentó la
velocidad de sus extremidades. Por último, despegó hacia lo alto.
-¿Has visto qué fácil?
Ataulfito
se vio preso del pánico. Aquellas acrobacias circenses de su madre le
parecían dificilísimas de imitar. Su mamá pájara intuyó lo que pensaba
porque, descendiendo de nuevo al nido, le dijo cariñosamente...
—No te preocupes, Atau. Todos los recién nacidos pensáis que os
resultará imposible volar como los adultos pero al cabo de unos días
perdéis el miedo y los movimientos del vuelo os salen espontáneamente,
casi sin querer y sin pensarlos.
—No sé, no sé...
El pajarito se calló por primera vez desde que naciera. Estaba
preocupado. Algo le decía que él sería incapaz de volar. Era como un
presentimiento pero también miedo a lo desconocido, miedo a hacerse
daño.
Durante varios días su madre siguió enseñándole la técnica de volar pero
Ataúlfo era incapaz de aprender. Se hacía un lío. Y, lo que es peor,
¡tenía un pánico atroz a despegar las patas del nido para quedarse
suspendido en el aire! Entonces su madre empezó a preocuparse. Si su
hijo era muy inteligente, si estaba sano y bien alimentado, ¿por qué no
volaba ya? Volar era casi instintivo...
Cuando comprobó que pasaban los días y el bueno de Atau no movía la cola
y las alas ni por casualidad (lo único que no paraba de mover era el
pico, para comer y parlotear), su madre decidió contratar al mejor
profesor de vuelo que conocía: un pájaro avión. Pero ni por esas. Tras
varias semanas de desastroso aprendizaje, don Vencejo, que así se
llamaba el profe, le dijo a la mamá de Ataúlfo:
—Señora, su hijito puede volar perfectamente como demuestran las
radiografías y pruebas varias que le he realizado. Su cerebro se
encuentra también en perfectas condiciones para comprender y poner en
práctica las instrucciones precisas de vuelo. Su instinto no está
averiado ni perdido. Simplemente le ocurre que, además de parlanchín y
lenguaraz en exceso, es bastante vago. Mientras que no vuele estará aquí
tan tranquilito en el nido materno, recibiendo la comida sin ningún
esfuerzo, jugando a la pájaro-consola y hablando sin parar. Está en
juego mi credibilidad como magnífico profesor, señora, así que le
propongo un método fulminante que nunca me ha fallado en casos como el
de su hijuelo.
— ¿Y en qué consiste ese método tan milagroso?
—Le tiraré del nido cuando le pille distraído.
A mamá pájara casi le da un soponcio tras escuchar aquello pero luego
recapacitó al pensar que don Vencejo tenía fama de que había conseguido
que volasen todos sus alumnos. Y le dio el visto bueno.
Dos días más tarde, cuando Ataulfito estaba dándole a las teclas de su
pájaro-consola, don Vencejo le empujó distraídamente y allá que el
pajarillo se fue para aaaabaaaajooooo… Cuando sólo le faltaban un par de
metros para llegar al suelo , nuestro querido protagonista comenzó a
batir sus alas (era lo que esperaba su profe) y así se libró no sólo de
un buen trompazo sino que sintió un placer y una alegría tan especial
que estuvo volando durante tres horas seguidas mientras don Vencejo lo
contemplaba admirado y a su mami se le caía la baba por el pico,
embelesada por su hijito. Por fin decidió regresar al nido. Aterrizó,
cogió la pájaro-consola y dando un besito a su mami del alma, dijo:
—Goodbye, mamuchi. Me voy a recorrer mundo. Volveré en un par de semanas…
Pasado ese tiempo, Ataúlfo regresó para visitar a su madre. ¡Era el pájaro más feliz, volador y parlanchín del mundo!
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