Había una vez una espada preciosa. Pertenecía a un gran rey, y desde siempre había estado en palacio, partipando en sus entrenamientos y exhibiciones, enormemente orgullosa. Hasta que un día, una gran discusión entre su majestad y el rey del país vecino, terminó con ambos reinos declarándose la guerra.
La espada estaba emocionada con su primera participación en una batalla
de verdad. Demostraría a todos lo valiente y especial que era, y ganaría
una gran fama. Así estuvo imaginándose vencedora de muchos combates mientras iban de camino al frente.
Pero cuando llegaron, ya había habido una primera batalla, y la espada
pudo ver el resultado de la guerra. Aquello no tenía nada que ver con lo
que había imaginado: nada de caballeros limpios, elegantes y
triunfadores con sus armas relucientes; allí sólo había armas rotas y
melladas, y muchísima gente sufriendo hambre y sed; casi no había comida
y todo estaba lleno de suciedad envuelta en el olor más repugnante;
muchos estaban medio muertos y tirados por el suelo y todos sangraban
por múltiples heridas...
Entonces la espada se dio cuenta de que no le gustaban las guerras ni las batallas. Ella prefería estar en paz y dedicarse a participar en torneos y concursos. Así que durante aquella noche previa a la gran batalla final, la espada buscaba la forma de impedirla. Finalmente, empezó a vibrar. Al principio emitía un pequeño zumbido, pero el sonido fue creciendo, hasta convertirse en un molesto sonido metálico. Las espadas y armaduras del resto de soldados preguntaron a la espada del rey qué estaba haciendo, y ésta les dijo:
Entonces la espada se dio cuenta de que no le gustaban las guerras ni las batallas. Ella prefería estar en paz y dedicarse a participar en torneos y concursos. Así que durante aquella noche previa a la gran batalla final, la espada buscaba la forma de impedirla. Finalmente, empezó a vibrar. Al principio emitía un pequeño zumbido, pero el sonido fue creciendo, hasta convertirse en un molesto sonido metálico. Las espadas y armaduras del resto de soldados preguntaron a la espada del rey qué estaba haciendo, y ésta les dijo:
- "No quiero que haya batalla mañana, no me gusta la guerra".
- "A ninguno nos gusta, pero ¿qué podemos hacer?".
- "Vibrad como yo lo hago. Si hacemos suficiente ruido nadie podrá dormir".
Entonces las armas empezaron a vibrar, y el ruido fue creciendo hasta
hacerse ensordecedor, y se hizo tan grande que llegó hasta el campamento
de los enemigos, cuyas armas, hartas también de la guerra, se unieron a
la gran protesta.
A la mañana siguiente, cuando debía comenzar la batalla, ningún soldado estaba preparado. Nadie había conseguido dormir ni un poquito, ni siquiera los reyes y los generales, así que todos pasaron el día entero durmiendo. Cuando comenzaron a despertar al atardecer, decidieron dejar la batalla para el día siguiente.
Pero las armas, lideradas por la espada del rey,
volvieron a pasar la noche entonando su canto de paz, y nuevamente
ningún soldado pudo descansar, teniendo que aplazar de nuevo la batalla, y lo mismo se repitió durante los siguientes siete días.
Al atardecer del séptimo día, los reyes de los dos bandos se reunieron
para ver qué podían hacer en aquella situación. Ambos estaban muy
enfadados por su anterior discusión, pero al poco de estar juntos, comenzaron a comentar las noches sin sueño que habían tenido,
la extrañeza de sus soldados, el desconcierto del día y la noche y las
divertidas situaciones que había creado, y poco después ambos reían
amistosamente con todas aquellas historietas.
Afortunadamente, olvidaron sus antiguas disputas y pusieron fin a la guerra,
volviendo cada uno a su país con la alegría de no haber tenido que
luchar y de haber recuperado un amigo. Y de cuando en cuando los reyes
se reunían para comentar sus aventuras como reyes, comprendiendo que
eran muchas más las cosas que los unían que las que los separaban.
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